lunes, 10 de noviembre de 2008

Acotaciones a las palabras del náufrago

Las señales del naufragio Aquél, no era un viaje programado, y aún es probable que quedaran cosas por hacer, siempre nos queda en el tintero algún recuerdo impreciso —ni es decente ni correcto—, interrogar al tiempo o jugar a vivir embrujos, gestos insólitos,la palabra apropiada a los cambios de clima, al nuevo sol o a los heterogéneos vientos que suenan como adagio en primavera. Era Medellín y era Colombia y era agosto. Cualquier albor acababa en sorpresa, y aún así no siempre la sorpresa cristaliza en asombro, pero sí en quemazón y llama. La quemazón es esa parte de misterio que transmuta la oscuridad en luminaria, ese hueco revestido de arrebato que evangeliza de azul cualquier frontera. No en amarillo ni en magenta, precisamente en azul, porque el azul es vertical y determina cada paso de la vida y de la muerte, donde la sorpresa es deflagración y decreta qué parte del cuerpo empieza a arder y por qué el verdadero destino emana siempre hacia su centro. Persiste donde acaba el humo y su mímica se torna abrazo antes de convertirse en sonrisa. Era Medellín y era Colombia, era agosto y era el tiempo. Allí, mi contacto con Juan Manuel Roca, aquél que dijera en Monólogo de José Asunción Silva: La ciudad que me rodea / y se duplica en los charcos de la lluvia / tiene un ropaje de sombras. O con Piedad Bonnett, donde en Después del coito, escribe: La vida es triste / sin los recuerdos del pasado. El nacimiento de la vida empieza en el encuentro, en el abrazo de la llama y el vacío. ¿No ves que estamos solos? ¿Que la luz nos parte siempre en dos mitades? Sin ese viaje a Colombia, la luz no existiría —al menos mi propia luz—, ni este libro que bebió las calles empinadas de Medallo, la acuarela de las Islas del Rosario, para comprender cuerpo y alma, y darle verticalidad necesaria al encendimiento. La luz y el cuerpo, la piel de mimbre y las alondras, la justa proporción que aparea la distancia. Me refiero a la expresión del sentido de las cosasy el porqué no escribo su contenido en cursiva. Y ahí llegarán las maldiciones y el descrédito. Ningún poeta actual se atrevería a escribir su propio prólogo, aunque eso ni importa demasiado ni siquiera me seduce. La verdad, la verdadera verdad sigue siendo originaria y contigua. Debo compartir con Baudelaire que mi patria es mi infancia, o con Antoine de Saint-Exupery que La infancia es la patria de todos. Y este axioma es reiterado por pensadores como Rilke, cuando dice: la verdadera patria del hombre es su infancia. Y es que los golpes y los pasos se repiten aquí con muy pocas señales. Este libro que bebiera aguas distintas y dispares —Pacífico y Mediterráneo—, Colombia y Barcelona como pliegues de un mismo pétalo, y su preciso epicentro en Medellín, la tierra paisa. Ese calor primigenio que contienen los versos, los poemas infalibles, esos que no pernoctan o que lo hacen con los ojos abiertos, como el invierno sin frío, o la rosa creciendo en la nevada. La Navaja que corta en dos las entrañas del poema, y las convierte en epígrafe, como el claro olor a sexo femenino con el que siempre se cubre la poesía. La palabra. Ay las palabras. Tantas cosas nos dicen las palabras. Por ejemplo, la palabra meretriz que llena la calle con su hondura y desata los vértigos de la piel y del naufragio, para que ese triángulo perfecto de donde emerge la luz en miniatura, tenga fulgor propio en la penumbray así no es fácil resistirse a las promesas de la carne. Y esa palabra lo abarca todo y prolonga la efigie de una barra ejecutiva, como la propia rebeldía de la noria y su creciente desamparo. Así la voz de un niño que custodia las aceras con su juego y ensancha la calle, eliminando el riesgo que conlleva el momento de cruzarla. De ahí, las palabras del naufrago, donde cada ola nos muestra su refugio inacabado. J.M.P.Las señales del naufragio Aquél, no era un viaje programado, y aún es probable que quedaran cosas por hacer, siempre nos queda en el tintero algún recuerdo impreciso —ni es decente ni correcto—, interrogar al tiempo o jugar a vivir embrujos, gestos insólitos,la palabra apropiada a los cambios de clima, al nuevo sol o a los heterogéneos vientos que suenan como adagio en primavera. Era Medellín y era Colombia y era agosto. Cualquier albor acababa en sorpresa, y aún así no siempre la sorpresa cristaliza en asombro, pero sí en quemazón y llama. La quemazón es esa parte de misterio que transmuta la oscuridad en luminaria, ese hueco revestido de arrebato que evangeliza de azul cualquier frontera. No en amarillo ni en magenta, precisamente en azul, porque el azul es vertical y determina cada paso de la vida y de la muerte, donde la sorpresa es deflagración y decreta qué parte del cuerpo empieza a arder y por qué el verdadero destino emana siempre hacia su centro. Persiste donde acaba el humo y su mímica se torna abrazo antes de convertirse en sonrisa. Era Medellín y era Colombia, era agosto y era el tiempo. Allí, mi contacto con Juan Manuel Roca, aquél que dijera en Monólogo de José Asunción Silva: La ciudad que me rodea / y se duplica en los charcos de la lluvia / tiene un ropaje de sombras. O con Piedad Bonnett, donde en Después del coito, escribe: La vida es triste / sin los recuerdos del pasado. El nacimiento de la vida empieza en el encuentro, en el abrazo de la llama y el vacío. ¿No ves que estamos solos? ¿Que la luz nos parte siempre en dos mitades? Sin ese viaje a Colombia, la luz no existiría —al menos mi propia luz—, ni este libro que bebió las calles empinadas de Medallo, la acuarela de las Islas del Rosario, para comprender cuerpo y alma, y darle verticalidad necesaria al encendimiento. La luz y el cuerpo, la piel de mimbre y las alondras, la justa proporción que aparea la distancia. Me refiero a la expresión del sentido de las cosasy el porqué no escribo su contenido en cursiva. Y ahí llegarán las maldiciones y el descrédito. Ningún poeta actual se atrevería a escribir su propio prólogo, aunque eso ni importa demasiado ni siquiera me seduce. La verdad, la verdadera verdad sigue siendo originaria y contigua. Debo compartir con Baudelaire que mi patria es mi infancia, o con Antoine de Saint-Exupery que La infancia es la patria de todos. Y este axioma es reiterado por pensadores como Rilke, cuando dice: la verdadera patria del hombre es su infancia. Y es que los golpes y los pasos se repiten aquí con muy pocas señales. Este libro que bebiera aguas distintas y dispares —Pacífico y Mediterráneo—, Colombia y Barcelona como pliegues de un mismo pétalo, y su preciso epicentro en Medellín, la tierra paisa. Ese calor primigenio que contienen los versos, los poemas infalibles, esos que no pernoctan o que lo hacen con los ojos abiertos, como el invierno sin frío, o la rosa creciendo en la nevada. La Navaja que corta en dos las entrañas del poema, y las convierte en epígrafe, como el claro olor a sexo femenino con el que siempre se cubre la poesía. La palabra. Ay las palabras. Tantas cosas nos dicen las palabras. Por ejemplo, la palabra meretriz que llena la calle con su hondura y desata los vértigos de la piel y del naufragio, para que ese triángulo perfecto de donde emerge la luz en miniatura, tenga fulgor propio en la penumbray así no es fácil resistirse a las promesas de la carne. Y esa palabra lo abarca todo y prolonga la efigie de una barra ejecutiva, como la propia rebeldía de la noria y su creciente desamparo. Así la voz de un niño que custodia las aceras con su juego y ensancha la calle, eliminando el riesgo que conlleva el momento de cruzarla. De ahí, las palabras del naufrago, donde cada ola nos muestra su refugio inacabado. J.M.P.